Otra semana con otra historia.
La mariposa
Mi madre era hija de una pareja de campesinos de Entre Rios . Nació y creció en el campo entre animales, pájaros y flores. Ella nos contó que una mañana, mientras paseaba por el bosque recogiendo ramas caídas para enceder el fuego del horno vio un capullo de gusano colgando de un tallo quebrado. Pensó que séria más seguro para la pobre larva llevarla a la casa y adoptarla a su cuidado. Al llegar, la puso bajo una lámpara para que diera calor y la arrimó a una ventana para que el aire no le faltara.
Durante las siguientes horas mi madre permaneció al lado de su protegida esperando el gran momento. Después de una larga espera, que no terminó hasta la mañana siguiente, la jovencita vio cómo el capullo se rasgaba y una patita pequeña y velluda asomaba desde dentro. Todo era mágico y mi mama nos contaba que tenía la sensación de estar presenciando un milagro. Pero, de repente, el milagro pareció volverse tragedia. La pequeña mariposa parecía no tener fuerza suficiente para romper el tejido de su cápsula. Por más que haciera fuerza no conseguía salir por la pequeña perforación de su casita efímera. Mi madre no podía quedarse sin hacer nada. Corrió hasta el cuarto de las herramientas y regresó con un par de pizas delicadas y una tijera larga, fina y afilada que mi abuela usaba en el bordado. Con mucho cuidado de no tocar al insecto, fue cortando una ventana en el capullo para permitir que la mariposa saliera de su encierro. Después de unos minutos de angustia, la pobre mariposa consiguió dejar atrás su cárcel y caminó a los tumbos hacia la luz de la ventana.
Cuenta mi madre que, llena de emoción, abrió la ventana para despedir a la recién llegada, en su vuelo inaugural. Sin embargo, la mariposa no salió volando, ni siquiera cuando la punta de las pinzas la rozó suavemente. Pensó que estaba asustada por su presencia y la dejó junto a la ventana abierta, segura de que no la encontraría al regresar. Después de jugar toda la tarde, mi madre volvió a su cuarto y encontró junto a las ventana a su mariposa inmóvil, las patas pegadas al cuerpo, las patitas tiesas hacia el techo. Mi mama siempre nos contaba con qué angustia fue a llevar el insecto a su padre, a contarle todo lo sucedido y a preguntarle qué más debía haber hecho para ayudarla mejor. Mi abuelo, que parece que era uno de sus sabios casi analfabetos que andan por el mundo, le acarició y le dijo que no había nada más que debiera hacer hecho, que en realidad la buena ayuda hubiera sido hacer menos y no más.
Las mariposas necesitan de ese terrible esfuerzo que les significa romper su prisión para poder vivir, porque durante esos instantes, explicó mi abuelo, el corazón late con muchísima fuerza y la presión que se genera en su primitivo árbol circulatorio inyecta la sangre en las alas, que así se expanden y la capacitan para volar. La mariposa que fue ayudada a salir de su caparazón nunca pudo expandir sus alas, porque mi mama no la había dejado luchar por su vida. Mi madre siempre nos decía que muchas veces le hubiese gustado aliviarnos el camino, pero recordaba a su mariposa y prefería dejarnos inyectar nuestras alas con la fuerza de nuestro propio corazón.
Interesante reflexiones que podemos sacar. Aprender a vivir supone un esfuerzo personal, supone lucha, supone sufrir, supone disfrutar también. Asumir esto nos facilita comprender cual es la mejor ayuda que podemos ofrecer a las personas que queremos. A veces hay aprendemos mejor con un golpe porque ese aprendizaje queda más marcado en nuestra cabeza o historia. Mucho más marcado que los mil consejos o ayudas recibidas para no hacernos daño.
Luchar y ayudar. Dos ideas fuerzas para manejarnos en nuestra vida.
Un abrazo
Iñigo


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